lunes, 29 de junio de 2009

El árbol que decidió no crecer

En un poblado bosque, donde el sol sólo puede colarse entre las ramas de grandes y frondosos árboles, existía un pequeño árbol, parecía no pegar en aquella vegetación tan poblada y de tan buen porte.
Todos parecían crecer para ser los más rápidos en pillar los primeros rayos de sol, era como una competición que no acababa nunca, bueno, todos menos el pequeño árbol.
Cuando una persona entraba en aquel bosque y se tropezaba, literalmente, con el pequeño árbol, sacaban las más variopintas conclusiones: “¡pobrecito!, no le llega la luz del sol y no crece más”, “debió ser una semilla de mala calidad y no da para más”, “en su crecimiento han debido pisarle muchas veces y por eso se ha quedado enano”, “este árbol no pertenece a este bosque, por eso es tan pequeño”…
El árbol seguía escuchando todas esas deducciones sobre su tamaño, tan poco apropiado para lo habitual del bosque. Era tan pequeño que nadie se percataba de lo que había debajo, siendo esta la razón de su tamaño.
Un día, hace mucho tiempo, llegó al bosque una colonia de ardillas. Eran muchas y venían de un prado cercano, que había ardido por el descuido de un excursionista. Llegaron todas asfixiadas y con mucho miedo. Entre todas ellas venía una pequeña ardilla, malherida porque le faltaba una patita, eso había retrasado su huída y por lo tanto parte de su cola se había quemado en el incendio. Las demás ardillas habían pensado que era inútil esperarla y se olvidaron de ella.
Nadie sabe cómo, pero la pequeña ardilla consiguió llegar al bosque. Tuvo que caminar ya que entre la falta de la patita y la cola chamuscada no podía mantener el equilibrio en los saltos, hasta que, casi muerta, cayó bajo un joven árbol que empezaba a buscar sitio en la competición por llegar a lo más alto y así encontrar los rayos de sol antes que ningún otro árbol.
La ardilla se protegió entre sus verdes y flacuchas ramas, el árbol al descubrirla tan desvalida se encogió para poder darle calor e hizo que cayeran de sus ramas algunos de los frutos, ya maduros, aunque pequeños, para que la ardilla pudiera reponer fuerzas. Esta, poco a poco, fue recuperando el resuello y consiguió contarle al pequeño árbol qué había ocurrido. Él, al escuchar la historia y ver la situación de la ardilla, se hizo una promesa, dejar de lado la estúpida carrera por llegar antes a coger los rayos de sol y no crecer para que la ardilla siempre tuviera asilo en sus ramas que, aunque cortas, serían robustas y fuertes para que ella pudiera tener buen cobijo. Además no gastaría energías en crecer, aprovechando las fuerzas para dar unos frutos de gran calidad y así la ardilla, a pesar de no tener una patita y haber perdido parte de su cola en el incendio, podría alcanzar a coger sus mejores frutos.
Este pacto no sólo afectó al pequeño árbol y a la ardilla, sino que el resto de árboles se encargaría de dejar que el sol llegara hasta el pequeño árbol y los demás animales respetarían los frutos del pequeño árbol, que a pesar de ser los mejores, estaban destinados a una buena causa.
Esta es la explicación que ningún humano podría entender porque no eran capaces de ver más allá de lo evidente, aquel era un pequeño árbol, pero no sabían que había tenido una poderosa razón para no querer crecer.

martes, 2 de junio de 2009

Encontré un tesoro

Carlos iba camino del colegio, hoy tenía dos exámenes y caminaba recordando las capitales de Europa y cómo tenía que resolver las ecuaciones. Iba tan metido en sus pensamientos que no se fijaba por donde caminaba, es cierto que se trataba del mismo camino que hacía cada día varias veces, así que lo podía hacer con los ojos cerrados.
Recorriendo en su cabeza los países de norte a sur, no cayó en la cuenta de que su mejor amigo, Mario, caminaba a su lado, acompañando sus pasos y a la vez salvándole de algún que otro obstáculo del que no parecía ser consciente Carlos.
Casi llegando a la puerta del colegio, Mario le dio un codazo a Carlos y le dijo: “pero si ya te lo sabes todo, deja de gastar neuronas”. En ese momento Carlos se dio cuenta de la presencia de su compañero, de su mejor amigo y cerró la carpeta de sociales en su mente para hablar un rato antes de comenzar la jornada.
Mario le contó entonces que la noche anterior había encontrado, por casualidad, un gran tesoro. En una caja, guardada en un armario, más bien parecía escondida, había descubierto un montón de cartas escritas entre su padre y el mejor amigo de este, había pasado la noche leyéndolas y le habían mostrado algo que desconocía de su padre, el gran valor de la amistad. Su padre y su amigo se habían tenido que separar porque el abuelo de Mario venía a trabajar a esta ciudad y se traía a toda su familia, pero su padre y el amigo habían decidido que cada noche escribirían una carta y al final e la semana se la mandarían entre sí, de esta forma seguirían la tradición de “verse” los viernes para hablar y jugar un rato. También habían hecho un pacto, cuando crecieran irían a la misma universidad y así recuperarían todo ese tiempo en que habían estado separados.
Carlos, escuchaba a su amigo Mario con la misma atención con la que había estado repasando los exámenes.
Tocó el timbre y comenzaron las clases, pero al llegar el recreo los dos querían seguir compartiendo la historia del tesoro encontrado.
Mario continuó contándole que sí se cumplió lo de las cartas, pero que no se llegaron a encontrar en la universidad, ya que el amigo de su padre consiguió una beca para estudiar en el extranjero y ahí se distanciaron, según la última carta que conservaba su padre.
Entonces Mario le dijo a Carlos: “La verdad es que me cuesta decirle a mi padre que he encontrado su tesoro, pero he aprendido mucho y ahora sé por qué me llamo Mario”.
A partir de ese momento Mario y Carlos hicieron un pacto, aunque la vida les llevara a diferentes lugares, nunca se distanciarían, porque su amistad sería siempre “un gran tesoro”.

jueves, 28 de mayo de 2009

Una llama con mucha luz

Una llama con mucha luz.
Había anochecido, se les había echado el tiempo encima y entre risas e historias no se habían dado cuenta, sólo tenían una linterna para guiarse por el camino de vuelta y no tenían nada para encender un fuego y así poder fabricar unas antorchas improvisadas.
Llegaron a un descampado que no recordaban haber cruzado en la mañana, por lo que todos pensaron lo mismo: ”Nos hemos perdido”. Tenían comida, agua y abrigos, si se acostaban, todos juntos, se darían calor unos a otros y así esperarían a que el sol saliera para poder regresar.
El cielo estaba repleto de estrellas, ni una nube, pero tampoco la luna estaba presente para alumbrar la noche.
Uno de ellos dijo que con dos ramas y un trozo de cuerda él podría hacer fuego, que estaban cansados para lo de las antorchas, pero que si tenían una pequeña hora ahuyentarían a los animales.
Con la tenue luz de la linterna y sin moverse mucho de donde estaba sentado, localizó unas cuantas maderas y algunas piedras. Con las piedras hizo un círculo y escarbó un poco en la tierra, un pequeño hoyo para que el fuego se mantuviera encendido toda la noche.
Amarró la cuerda a los dos extremos de una de las ramas y rodeando la otra con la cuerda y haciendo un arco comenzó a frotar la cuerda y una de las ramas, tardó un buen rato, pero consiguió unas chispas con las que prendió las ramas de pinocha y así encendió el fuego en el hoyo improvisado.
Se colocaron alrededor del fuego y, mientras compartían la cena, a uno de ellos le vino a la mente la historia de Pentecostés y se la recordó al resto: “Cuando los discípulos de Jesús habían recibido el Espíritu en forma de llamas”, (famosos pintores lo habían plasmado en cuadros conocidos), ellos esa noche, gracias al tesón de uno, habían recibido ese fuego, esa luz, ese regalo, ese favor. Debían hacer algo por otros que también se encontraban perdidos, con dificultades, con miedos.
La sugerencia, a todos, les pareció buena idea; cada uno se hizo con una rama y acercándola al fuego fue encendiéndola y diciendo en voz alta a lo que se podrían comprometer, a quién ayudarían llevándole esa llama que había recibido, una rama con mucha luz.
Uno habló de ayudar a un compañero al que no le iba bien en los estudios, otro comentó que un compañero de trabajo no tenía muchos recursos y con mucho esfuerzo estaba construyéndose una casa y le iba a echar una mano, a esta idea se sumaron unos cuantos más.
Uno de ellos dijo que hacía poco habían abierto en su barrio un centro de mayores, que a veces veía a algunos pasear solos y que a lo mejor necesitaban hablar o, simplemente, tener a alguien cerca. Otro se iba a ofrecer a dar clases de apoyo en una parroquia cercana de un barrio marginal.
Así, poco a poco, todos fueron encendiendo su llama, era como en Pentecostés, habían recibido el Espíritu, ellos no hablaban diferentes lenguas, pero sí habían descubierto diferentes modos de responder a Dios ante la llamada de la solidaridad.

jueves, 7 de mayo de 2009

Hoy te quiero contar una historia

Era domingo, muy temprano, el sol salió y desplegó sus rayos sobre el horizonte; el mar comenzó a salir de su oscuridad y a reflejar los colores intensos del amanecer.
No había dormido muy bien, últimamente mis nervios ante un viaje me jugaban muy malas pasadas, a pesar de que viajaba más que nunca. Parecía que me costaba más hacerlo y además, ya no me parecía ten divertido eso de subirme al avión y descubrir nuevos lugares.
Tenía todo preparado, salí hacia el aeropuerto, mi hermano se había ofrecido a llevarme, a pesar de ser domingo y tener que madrugar.
Al subirme al coche notó mis nervios y se sorprendió, desde pequeños siempre le había llamado la atención mi ilusión por viajar, por subirme a un avión, incluso recordaba como, en una época, hablaba de que quería ser piloto de aviones, me encantaba la idea de volar como espacio de libertad, pero hoy reflejaba todo lo contrario.
Ante su sorpresa por mi estado de ánimo no dudó en preguntarme qué me ocurría. Yo le manifesté que lo que antes suponía una ilusión, algo divertido, una experiencia maravillosa, ahora se había convertido en un verdadero tormento. Me habían tocado un par de aviones que habían tenido que regresar a tierra después del despegue y es una sensación bastante desagradable y lo que antes me daba seguridad, ahora me angustiaba, no me hacía disfrutar.
Él me dijo: "pues hoy te quiero contar una historia".
Un anciano vivía en una aldea en mitad de una montaña, hacía muchos años la aldea estaba habitada por un centenar de habitantes, llena de vida, pero poco a poco los más jóvenes fueron yéndose a la ciudad y los más mayores fueron llenando el pequeño cementerio de la aldea. El anciano terminó quedándose solo, no se había casado y no tenía familia, así que no tenía dónde ir. Cuando se vio solo empezó a plantearse qué hacer; por ahora podía seguir cultivando la tierra y cuidando de los animales para poder mantenerse, cuando esto no fuera posible, entonces pensaría en otra solución, pero mientras tanto intentaría disfrutar de los días que Dios le iba regalando.
Una mañana, la panadera, al entrar a dejarle el pan, se dio cuenta del gran silencio que reinaba en la casa, le llamó, pero él no dio respuesta, así que llegó hasta su habitación, allí estaba, había dejado de respirar pero su cara reflejaba una gran felicidad. Lo primero que ella pensó fue que el anciano no se había dejado vencer por nada, ni el miedo, ni la soledad, ni la edad; él había vencido todos los obstáculos y eso le había permitido ser feliz.
Acabó la historia en el momento justo en el que llegábamos al aeropuerto, no me hizo falta que me preguntara si había entendido cuál era la moraleja, me hizo recordar una frase bien aprendida en mi adolescencia: "Las dificultades o las vencemos o nos vencen".
Ese día el despegue del avión me volvió a recordar a una montaña rusa del parque de atracciones y por un momento pude cerrar los ojos y regresar a los viajes familiares de la infancia.

martes, 28 de abril de 2009

El pequeño gran regalo

Se acercaba el cumpleaños de Gabriel, todo lo tenían preparado, una gran fiesta. Habían invitado a sus amigos, los del cole y los del equipo, todos estarían allí. A él le habían dicho que este año las cosas no estaban bien y que no se podría hacer fiesta, sólo una tarta con la familia y algún regalo seguro que caería, pero poca cosa.
Sus padres tenían miedo de que se le escapara a alguien lo de la fiesta, que alguno metiera la pata, los abuelos por la alegría, sus tíos por no saber guardar un secreto o algún amigo despistado que no se diera cuenta de que se trataba de una fiesta SORPRESA.
Llegó el día, habían quedado todos a las cinco de la tarde en el lugar convenido, un local que le había prestado al padre de Gabriel un compañero de trabajo. Todos tenían que estar allí temprano para que cuando llegara Gabriel le cantara, a coro, cumpleaños feliz.
Sus padres le habían dicho a Gabriel que la tarta la comerían en casa de los abuelos, ya que como estaba el abuelo un poco débil y no se lo quería perder, irían allí. A Gabriel le pareció muy bien.
Tendrían que estar en casa de los abuelos a las cuatro y de allí le llevarían con cualquier excusa al local de la fiesta.
Llegó el día, Gabriel, que no sospechaba nada, decidió esa mañana ir a hacer un poco de deporte, cogió la bicicleta, se puso la vestimenta adecuada y comenzó su camino, calculando que debía llegar pronto a comer para ir después a comer la tarta a casa de los abuelos.
Cogió un sendero que transcurría entre dos altas montañas, subía con algo de dificultad, hacía tiempo que no montaba y había elegido un camino duro. No descuidaba el camino pero estaba disfrutando del maravilloso paisaje, era como si la naturaleza ese día le hubiera hecho un regalo, las flores lucían sus colores más vivos, los árboles mostraban una gran gama de verdes en sus hojas, las lluvias del invierno habían dejado agua suficiente como para que se crearan cascadas de agua cristalina que bajaban de lo alto de las montañas. La primavera le daba su pequeño gran regalo.
Volvió a casa a punto para comer, por supuesto su madre había preparado su plato favorito, su hermana pequeña, Luna, le había hecho el postre sabiendo que le encantaban las fresas y su padre había exprimido los mejores limones del jardín para refrescarle tras el paseo. Parecía que se habían puesto de acuerdo y le habían dado cada uno su pequeño gran regalo.
Tras la comida, se levantaron, recogieron rápido y salieron hacia la casa de los abuelos. Le habían dicho que la abuela se encargaba de ir a recoger la tarta, pero cuando llegaron, la abuela dijo que estaba cansada, que si podían llevarla y así se daban todos un paseo, no estaba lejos pero ella ya estaba mayor. Por supuesto Gabriel aceptó, hoy había tenido muchos regalos, muchos detalles y él tenía que agradecer su vida a quienes le habían ayudado a crecer.
Salieron todos, incluido el abuelo que se animó al paseo, Gabriel no podía sospechar que se dirigían a una fiesta, a su fiesta, donde estaban esperándole todos.
Al llegar al lugar el padre fingió y dijo que había escuchado un ruido en el motor, que iba a parar, no quería que por ninguna razón se fastidiara ese día tan especial, dijo que casualmente allí vivía un compañero suyo y le pidió a Gabriel que tocara en la casa, que pasara por el garaje, entonces se abrió la puerta y todos al unísono, como si se tratara de la mejor coral, le cantaron el cumpleaños feliz.
A los abuelos y a los padres se les saltaron las lágrimas, a Gabriel el corazón le latía a mucha velocidad, sintió el amor que todos le estaban regalando en ese momento y el abrazo de cada uno de los presentes y las palabras enviadas por alguno de los ausentes se convirtieron en otro pequeño gran regalo.
La vida está llena de pequeños detalles, cosas que pueden parecer insignificantes, para Gabriel la fiesta fue un gran regalo pero su recuerdo iba desde cada flor vista en su paseo, pasando por los detalles de su familia, hasta llegar a cada abrazo de los que querían compartir con él su felicidad.

lunes, 13 de abril de 2009

...Y ocurrió entonces

Muchas veces nos preguntamos ¿por qué en ese preciso momento ocurren las cosas?, cuando menos se lo espera uno, entonces parece ser el momento más oportuno, o quizá inoportuno para ocurrir.
Todo parecía normal, el día había transcurrido con toda tranquilidad, volvía a casa pensando en lo serena que había sido la jornada. Yo había dado mis clases sin ningún tipo de percance, era como si ese día a los chicos les hubiesen dado un tranquilizante, habían atendido, sus preguntas habían sido correctas, los trabajos estaban hechos.
Estaba a punto de llegar a casa y sonó el móvil, el número era desconocido y a pesar de eso contesté. La voz me resultaba familiar, quien me llamaba daba por hecho que yo sabía quién era; hablaba rápido, con desesperación, contaba lo mal que lo estaba pasando, que necesitaba hablar conmigo, yo casi no tenía oportunidad de hablar y terminó diciendo dónde se encontraba y pidiéndome, por favor, que acudiese lo antes posible.
No me quedaba lejos y sin reconocer todavía a quien me había llamado pensé que debía ir, por lo menos para saciar mi curiosidad.
Guardé el móvil y me encaminé al lugar, una cafetería dos calles más abajo. Pensé que al entrar reconocería rápidamente a quien me había llamado y así podría ayudarle.
Al llegar al llegar al lugar, sólo había una mesa ocupada, una mujer con cara de mucho sufrimiento intentaba llevarse a la boca una taza de infusión; por más que intentaba reconocer su rostro, me parecía imposible descubrir quién era.
Me acerqué a ella, no parecía darse cuenta de mi presencia, le dije hola y su mirada era de vacío. De forma educada y haciendo un esfuerzo, me saludó, pero volvió a bajar la mirada. Entonces descubrí que no la conocía. Todo había sido una coincidencia sin más, pero, sin darme la vuelta le dije - Me has llamado -. Ella me miró y puso cara de no entender mis palabras. Entonces repetí -sí, me has llamado, hace un momento, me has dicho que viniera, que me necesitabas -. Ella parecía no dar crédito a mis palabras, reconocía el mensaje, pero no a mí. Cuando pudo respirar me dijo - Yo no te he llamado, ni siquiera te conozco, he llamado a mi mejor amiga, pero, evidentemente no a ti-.
Era pura casualidad, pero ante las dos opciones que tenía: irme o quedarme, opté por preguntarle si necesitaba ayuda, ya que la llamada, la había recibido yo, a lo mejor podía echarle una mano, que si ella quería me quedaba. Dudó unos instantes y me pidió que me quedara.
Me senté con ella, pedí un café y me dispuse a escuchar. No podía hacer nada más, sólo prestar oído a sus palabras.
Ella comenzó su relato, le costaba hablar por el sufrimiento que tenía en su interior; poco a poco fue respirando, calmándose, recobrando tranquilidad, sus palabras salían como si tuviese una fuerza dentro que las hiciese salir sin parar. Su sufrimiento y desesperación iban teniendo nombre, apellidos y una historia. Yo no hacía nada, de vez en cuando le daba un pañuelo para enjugar sus lágrimas y a la vez cogía su mano para que sintiera mi presencia.
En dos horas me había contado lo que le hacía sufrir, había descargado toda su angustia, paró de hablar y de repente consiguió cambiar su cara, había echado fuera todo lo que le oprimía en su interior, no había solucionado el problema, pero, al compartirlo, se sentía aliviada. Me miró a los ojos por primera vez y entonces ocurrió, una sonrisa se dibujó en su boca, fue su agradecimiento por haber acudido a su petición de auxilio, por haberme quedado, por haberle escuchado y ayudado.
Parece una tontería, pero ella sentía aquello como un milagro, alguien me había puesto en su camino y su dolor había cesado.

domingo, 18 de enero de 2009

Un héroe llamado ... UNO

Hacía mucho tiempo que el pueblo vivía con cierta tranquilidad, los soldados no venían en nombre de aquel Señor malvado en busca de lo que habían cosechado en sus campos, ni a por sus mejores animales; aunque ellos sabían que eso podrá ocurrir en cualquier momento.
Habían decidido que si esto ocurría, ellos lucharían con todas sus fuerzas, nadie tenía derecho a quitarles el fruto de su trabajo, por muy señor que quisiera ser, por mucho ejército que tuviera a sus órdenes, ni por ninguna otra razón. Ninguno de los habitantes del pueblo, le tenía la mínima envidia, ellos se tenían unos a otros y su sentido de colaboración, solidaridad y sobre todo amor, equivalía al mejor tesoro que ellos pudieran soñar.
Pero como todo tiene un fin, llegó el momento que todos temían, a lo lejos vieron la nube de polvo que levantaban los caballos de los soldados y sabían que no venían para interesarse por sus problemas, más bien venían a creárselos.
Se reunieron en la plaza del pueblo, no faltaba nadie, desde el más pequeño de los bebés, hasta el anciano más sabio; decidieron que UNO sería el encargado de hablar, pero que si la cosa se ponía fea, todos levantarían sus manos y en ellas sus únicas armas de lucha, los instrumentos de trabajo, que, por supuesto, eran sus martillos, azadas, rastrillos, palas, utensilios de cocina y todo lo que ellos manejaban diariamente, pero primero estaría su mejor arma, el diálogo.
Llegaron los soldados del Señor al pueblo, les encontraron en la plaza, no tenían o no se les reflejaba, miedo ni preocupación, estaban de acuerdo en no mostrarlo, aunque estuviera en ellos, ya que esa había sido la razón principal para ser sometidos hasta ahora, descubrir el temor que le tenían al Señor.
Uno de los soldados leyó las órdenes del Señor, donde decía que debían entregarle los mejores frutos de sus tierras y los mejores animales.
UNO se adelantó y dirigiéndose a los soldados les contestó que eso no iba a poder ser, esas tierras y esos animales eran suyos, el Señor nunca les había podido demostrar que el lugar donde ellos vivían y trabajaban estaba dentro de sus posesiones. Habló de forma tan clara y contundente, que los soldados estaban asombrados, pero sin echarse atrás, volvieron a ordenarles que cumplieran lo que el Señor les exigía.
UNO volvió a tomar la palabra y exigió que si el Señor quería esas cosas, debía venir personalmente a pedírselo a ellos y demostrar que las tierras en las que ellos habitaban le pertenecían.
Los soldados, perplejos, no supieron qué hacer y regresaron a comunicarle al Señor cuáles eran las exigencias del pueblo.
El Señor, al escuchar tales palabras montó en cólera y mandó regresar al ejército con la orden de que si no obedecían su mandato, serían eliminados todos los habitantes del pueblo, empezando por los hombres.
Mientras en el Pueblo, UNO había ideado un plan, sabiendo que el Señor tomaría represalias y, probablemente, empezaría por los hombres, quedaron en la plaza esperando todas las mujeres, bien armadas y ellos hicieron un cerco alrededor del pueblo.
Cuando los soldados volvieran y quisieran atacar estarían rodeados, ellos no buscaban hacer daño a nadie, no querían víctimas, sólo querían vivir en paz y en sus tierras.
Así ocurrió, los soldados volvieron al pueblo y quedaron sorprendidos al encontrar sólo a las mujeres todas reunidas en la plaza y bien protegidas con sus armas, leyeron la orden del Señor, tal como se les había mandado y en ese momento sintieron cómo les iban rodeando, no estaban preparados y cayeron, con vergüenza, ante los labradores y ganaderos armados con sus palas, rastrillos, azadas y cuerda. Les ataron, unieron sus caballos y los encaminaron hacia el castillo del Señor. Con una carta atada al cuerpo del primer soldado donde decía:
"La fuerza no puede con nosotros, vale más la unión, la solidaridad, el grupo y la ayuda que todo el poder que crea tener un solo individuo por mucho ejército y poder que posea". UNO.
Ese era su gran valor, nadie les podía echar porque la fuerza de UNO era la de todos. Habían ganado la batalla unidos y el Señor tuvo que retirar a su ejército e idear la forma de mantenerse, o sea, trabajar.